12.6.10

La huída.

- ¡Revienten! De acá nadie sale sin haber explotado como un sapo, como un grano inmundo en la frente, como una iglesia en llamas. Que sus entrañas se retuerzan y sus nervios chillen. Porque hoy, día en que por fin nos sacarán de esta pocilga con más muertos que vivos, debemos desatar esta furia incontrolable y no asesinar a mansalva y porque sí, sino explotar ante los ojos de los enemigos y bañarlos con nuestra sangre.
Se abrió el silencio. Un montón de ojos absortos lo miraban, procesando el discurso lentamente. No podían moverse: las manos atadas, el cuello inclinado sobre los hombros, las piernas casi muertas, los cadáveres al lado. Y el encierro de un sótano vacío de luces o señales, solitario. Ellos lo miraban perplejos. El silencio quebrado era un milagro.
- Terminaremos muertos - susurró una voz tímida.
- Sí. Y si no es hoy, será mañana.
Una verdad incorruptible era la soberana, el único dogma aceptable. Los que estaban perdidos habían encontrado un camino. Y no lo abandonaban.
Un chillido ajeno se oyó en la lejanía, en un rincón desconocido del cuarto. No era ninguno de ellos. Era una rata. Sus pasos ágiles, uno tras otro como los instantes, atravesaron el sótano. Los ojos del roedor brillaron como dos bichos de luz en la noche entrada: buscaron algo. Eran hombres. Se acercó a un muerto, lo olió, lo rodeó y se fue. Buscó a otro que también rechazó.
Todos permanecieron en silencio como si estuvieran muertos. El espanto los dejó inmóviles, tiesos.
El animal volvió a su misterioso lugar de origen mucho más rápido que a la ida.
Otro repiqueteo. Este andar era diferente. Eran dos. Dos ratas pasearon por sus pies, los olfatearon, los miraron con sus ojos brillantes. Se quedaron. Porque tenían que esperar a las demás. Diez ratas se precipitaron rápidamente a la escena. Ahora todo era una iluminación mágica de ojos que se movían nerviosamente buscando una presa. No la encontraron. Veinte más, cincuenta. Nadie llevaba la cuenta. El mundo racional de los humanos no existía ahora que la selva florecía a sus pies ennegrecidos por el polvo.
Un hombre entró al sótano, como sucedía habitualmente. Caminó firmemente entre las ratas, alzó de los brazos a un prisionero y se lo llevó, casi arrastrándolo. Una de los roedores le mordió el tobillo. El hombre chilló. Otra lo hizo, luego otra. Seis ratitas estaban colgadas de él, y hacían tanta fuerza que quien había entrado no podía llevárselo. Y lo dejó tirado para que terminaran de devorarlo.
El prisionero era una perfecta masa de ratas movedizas que se escabullían unas entre otras y no podían escaparse de ese sueño. Quedaron los huesos.
Uno de los más moribundos se acercó y tomó el cráneo muy rápidamente. Se lo lanzó a otro en la cabeza, y las ratas se los comieron a ambos.
- ... y sin tras la libertad sólo encontramos otro encierro, que sea más bien muertos que vivos y esclavos.
Se paró el orador y caminó hacia la puerta. Los animales habían huído y él pudo salir. No se había dado cuenta de que nadie contestó.
Porque no había vivos. Y él caminaba hacia la luz eléctrica, para volarse la cabeza ante los ojos del oficial, o traicionar sus palabras tentado por su brillo.

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