3.4.15

origen y desarrollo de la resignación

no tiene gracia hablar

después de haberlo aprendido, el juego
de hallarse las cuerdas vocales
de descubrir
la propia capacidad de imitación
es el más trascendente
el único trascendente de la vida porque nada
puede darse sin eso
y nada es mejor.

cuando el bebé canta, se canta
y su melodía no se parece a otra
porque no ha desarrollado el oído, porque no sabe
si lo hace bien o mal, todavía no incorporó
por imitación
los conceptos morales
ni los valores
ni las reglas de convivencia y menos
la capacidad de convertir sus emociones
en un mensaje. el bebé
todavía
no sabe cantar
pero canta
y cuando crece
y ahora
repetió ya mil veces
muchas de las palabras que escuchó y no pudo imitar
sumadas a otras que escuchó y en las que aplicó
 el mismo método de siempre.


lo hizo
tanto y tantas veces que todo corre el riesgo
de perder su gracia
a falta de voluntad de encontrar un estímulo
que se equipare con el primero
y luego de tantas búsquedas frustradas
que dejan como resultado un adulto
vulgar
semejante a una buena parte
disímil a otra
ya no se pregunta
qué porcentaje de su sangre está corrompida por el exceso de energía
que él mismo empleó para no quedarse afuera
del mundo de los adultos gesticuladores
que hasta hace poco le parecían de otra raza
raza con la que ahora debe luchar, negociar, enamorarse
en proporciones y momentos que nadie puede deducir
salvo él

y esa etapa en que abría los ojos como si abrirlos
fuera escuchar
la aprecia en otros niños y no recuerda nada
y les hace gestos con las manos desde muy cerca
porque siente que a medida que uno crece
debe alejarse de las cosas
para refugiarse de la propia angustia
que proyectamos en el mundo
pero no dice nada
porque desde ese día
en que él fue como el bebé
y oyó cosas que los otros decían
y parecían dirigidas a él
y se vio obligado a insertarse en esa mecánica
y descubrió
que nada era imposible si no debía buscar
para sí
un contexto que se adecue a los deseos originados
en su imaginación
que estaban cada segundo más alejados
de los barrotes de su cuna, de las camisas
arrugadas de los otros,
y eran, ya sospechaba, utópicos e imposibles
si el mundo de esas cosas
que se movían y reían falsamente
era también
su mundo.