18.9.11

el trabajo

Desde que las máquinas dominaron mi cabeza hay un ajetreo constante de pensamientos que no apaciguan el correr de las palabras: son, ahora, un torbellino incansable y siniestro que por las noches parece vengarse de mi abandono, y me pica la espalda como enormes pulgas, y deja correr en mí las ideas fascinantes, que me darían después un resultado real del que ellas estarían desligadas. Las palabras antes eran desprendimientos de todos mis sistemas: eran productos y fabricadoras, tejían los nudos de mi garganta, apaleaban mis brazos en los que más tarde encontraba moretones sospechosos, remaban con sus manos grandes en el río de mi inconciencia, eran ellas sin mí pobres criaturas abandonadas, cuando por casualidad las olvidaba al beber café y enamorarme de un hombre cuyo rostro era parecido a la luna en la noche en que amaba a otro.



Al despertar, obedezco a una sucesión de acciones que a mi cuerpo le resultan prácticas y convenientes. No atravieso graves obstáculos, ni me miro al espejo demasiado seguido - por el riesgo inminente de encontrarme con un rostro distinto, una prolongación de las ojeras, un grano inoportuno antes de un encuentro formal - ni consumo mezclas de alimentos que puedan revolver mi estómago e impedirme concretar después el resto de las acciones que mi cuerpo debe encarnar con una obediencia de la que me creía incapaz. Cerebro y cuerpo están desfasados: pertenecen, cuando toman conciencia de sí mismos, a sintonías tan dispares, a preceptos tan opuestos, que un encuentro entre ellos significaría un colapso psíquico. Por eso parece lo más conveniente mantenerlos en puestos diferentes de trabajo. Lugares separados, espalda contra espalda, y, sobre todo, procurar que jamás compartan el momento de descanso.




Mi mente está en un estado crítico, en el que apenas reacciona a los estímulos, y responde muy bien a todo proceso uniforme: basta realizar una acción bien enseñada para obtener el resultado que pretende cierta superficie de la tierra. Su satisfacción es para mí una sensación nueva, y se parece al placer que uno siente al dormir durante muchas horas sin haber sentido antes el mínimo cansancio. Miembros entumecidos, descontrol de los pensamientos, y un deterioro estrepitoso de toda tendencia revolucionaria.




Las palabras vuelven a querer ser nombradas: yo no escribo para nadie, porque ejercen tanta presión sobre mis hombros inclinados, que me esclavicé a ellas de la misma manera en que automatizo mis manos para producir todo aquello que se me escapa: las palabras y las máquinas convirtieron mis horas de sueño en el infierno monstruoso del que me desespero de huir como una niña apresada en un cuarto pequeño. Mi cuerpo y mi mente se encuentran, son bestias que se pelean con grandes sablazos y tienen en la mente estalactitas, y tienen en los ojos un destello de luz azul que ampara sus pómulos abultados. Batallan durante horas en un campo desolado, y siempre despierto antes de que mi cuerpo caiga muerto en el pasto húmedo, como si mi mente se compadeciera de él y me obligara a regresarlo a la paz de su inconciencia, al paso unánime de sus días dormidos.




1 comentario:

Carolina Bugnone dijo...

"Las palabras vuelven a querer ser nombradas: yo no escribo para nadie, porque ejercen tanta presión sobre mis hombros inclinados, que me esclavicé a ellas de la misma manera en que automatizo mis manos para producir todo aquello que se me escapa: las palabras y las máquinas convirtieron mis horas de sueño en el infierno monstruoso del que me desespero de huir como una niña apresada en un cuarto pequeño."

no puedo decir nada más. me encanta contenido, forma, todo.