" No era una criatura desvergonzada, motivo por el cual su primer sonrojo hay que registrarlo como sensación"
Heinrich Boll
No sabía de qué rodearme. Mi mundo era minúsculo, muy minúsculo,
y a veces soñaba con perros que perseguían palomas y les masticaban el cogote
como gatos. A veces con caricias de hombres reforzados por el ejercicio
físico, un amparo que cuando lo sueño ahora no puedo describir, y entonces
tampoco podía hacerlo pero ya no me interesa. No es paternal, no es amoroso: un
amparo como de carpa bien techada, y afuera hace frío y llueve y yo adentro de
un cubículo minúsculo, muy minúsculo, inmune a los ataques de las fieras posibles.
En los sueños no sé si había fieras, no quiero saberlo, pero si las había no me
atacaban porque hombres con manos desproporcionadas, que entrenaban a destiempo
del cuerpo, me pasaban los dedos por el pelo y no pensaba está despeinado,
porque no pensaba nada y ahora cuando los recuerdo tampoco recuerdo sus rostros
o la conformación de todos ellos, y no quiero saberlo porque otro amor me sitúa
distinta en un mundo minúsculo, muy minúsculo, casi de papel revuelto.
Y un día uno de esos hombres tuvo cara y cuerpo al mismo
tiempo. No la asocié con nadie, y, como en algunos momentos muy cortos, no
quise relacionarlos porque los dos eran preciosos en su individualidad. Si
había otra carpa además de la mía, era imposible saberlo. El hombre estaba
parado aunque la carpa fuera baja, desde su tan arriba me apretaba a veces la
cabeza sin demostrar jamás un intento de agresividad.
Me dijo que no tuviera
miedo si era tarde, o si mi cuerpo había cambiado demasiado desde el encierro,
que tenía que salir. Que el sol había cambiado su forma, lo que antes era
amarillo ahora era apenas rojizo, y el ambiente, cómo decirlo, decía, parece
incendiado. O peor, sonrió, la resaca de un incendio. Te toparás con cenizas de
los cigarros que fuman los niños torpes y que se guardarán cuando vos salgas.
Serás alta y bella como un espíritu. Y tendrás que darles a todos tu liviandad
más despojada. Recordá, si te cuesta, la poca resistencia que oponés cuando
está mi mano en tu cabeza, o recorre muy de a poco tus tetas hasta endurecerlas. No te
contraés, sos versátil como una fruta podrida que ya no sabe que
vive y no le importa tampoco. Lo mismo tendrás que hacer con ellos: la mujer
que con su ignorancia del mundo sonríe altanera y su sabiduría parece venida de
un mundo lejano. Te querrán así, como yo te quiero, decía el hombre siempre
parado y sin sacar nunca su mano de mi cabeza.
Salí y era aún de noche, pero porque el sol estaba ya
asomado y muy rojo, descubrí que el día comenzaba y por primera vez diferencié
los tiempos. Lo que antes era un suceder de momentos homogéneos, ahora se
convertía en una innovación lisérgica de la disposición de las cosas. Las carpas
estaban separadas por pastos muy altos que nadie estaba dispuesto a cortar. Y
en cada carpa había un niño. Dejé mi dureza afuera, y adentro, sin preguntar si
se podía, pensé en una banana podrida que deja vestigios entre las manos cuando
se la aprieta. Y fui yo entonces algo como una banana y todos pudieron
exprimirme hasta que, cuando tomé conciencia – y el sol no era amarillo, nunca,
pero al menos se había vuelto menos rojo – volví a la carpa y le pedí al
hombre, que era muy negro y estaba solo devorándose las uñas y mirándose la
punta de los pies en una postura inhumana, que me mostrara la cara. Brillaba
como una perla artificial. Y su mano me buscó, pero le dije que no, por
primera vez hablé para decir que no, y eso me dolió en el alma porque no quería
y se escuchó igual, nadie afuera, pero él sí, lo escuchó y su seriedad era algo
que no había visto nunca: un resentimiento endemoniado. Me echó con esa mirada
una serie de mensajes en torbellino que codifiqué como una digestión de los
hechos. Sos una fruta, como una fruta que ya está aplastada, y su mano pasó de
mi cabeza a mi cuello y después a mi cintura, que ablandé de pronto, creyendo
que tras tantas exprimidas no podría volver a hacerlo, y su amor se tradujo
sólo y simplemente en el recuerdo de las manos blancas de un niño intentando
descubrir de qué se trata la supervivencia, ese buscar alimento para poder
seguir lúcido y alegre, y triste – con una tristeza que vendría después – por
saber que a veces es un trabajo, nada más que un trabajo, mantenerse siempre
sorprendido, siempre alerta a cualquier delicia.
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