8.5.13

El campamento


" No era una criatura desvergonzada, motivo por el cual su primer sonrojo hay que registrarlo como sensación" 

Heinrich Boll







No sabía de qué rodearme. Mi mundo era minúsculo, muy minúsculo, y a veces soñaba con perros que perseguían palomas y les masticaban el cogote como gatos. A veces con caricias de hombres reforzados por el ejercicio físico, un amparo que cuando lo sueño ahora no puedo describir, y entonces tampoco podía hacerlo pero ya no me interesa. No es paternal, no es amoroso: un amparo como de carpa bien techada, y afuera hace frío y llueve y yo adentro de un cubículo minúsculo, muy minúsculo, inmune a los ataques de las fieras posibles. En los sueños no sé si había fieras, no quiero saberlo, pero si las había no me atacaban porque hombres con manos desproporcionadas, que entrenaban a destiempo del cuerpo, me pasaban los dedos por el pelo y no pensaba está despeinado, porque no pensaba nada y ahora cuando los recuerdo tampoco recuerdo sus rostros o la conformación de todos ellos, y no quiero saberlo porque otro amor me sitúa distinta en un mundo minúsculo, muy minúsculo, casi de papel revuelto.



Y un día uno de esos hombres tuvo cara y cuerpo al mismo tiempo. No la asocié con nadie, y, como en algunos momentos muy cortos, no quise relacionarlos porque los dos eran preciosos en su individualidad. Si había otra carpa además de la mía, era imposible saberlo. El hombre estaba parado aunque la carpa fuera baja, desde su tan arriba me apretaba a veces la cabeza sin demostrar jamás un intento de agresividad. 





Me dijo que no tuviera miedo si era tarde, o si mi cuerpo había cambiado demasiado desde el encierro, que tenía que salir. Que el sol había cambiado su forma, lo que antes era amarillo ahora era apenas rojizo, y el ambiente, cómo decirlo, decía, parece incendiado. O peor, sonrió, la resaca de un incendio. Te toparás con cenizas de los cigarros que fuman los niños torpes y que se guardarán cuando vos salgas. Serás alta y bella como un espíritu. Y tendrás que darles a todos tu liviandad más despojada. Recordá, si te cuesta, la poca resistencia que oponés cuando está mi mano en tu cabeza, o recorre muy de a poco tus tetas hasta endurecerlas. No te contraés, sos versátil como una fruta podrida que ya no sabe que vive y no le importa tampoco. Lo mismo tendrás que hacer con ellos: la mujer que con su ignorancia del mundo sonríe altanera y su sabiduría parece venida de un mundo lejano. Te querrán así, como yo te quiero, decía el hombre siempre parado y sin sacar nunca su mano de mi cabeza.




Salí y era aún de noche, pero porque el sol estaba ya asomado y muy rojo, descubrí que el día comenzaba y por primera vez diferencié los tiempos. Lo que antes era un suceder de momentos homogéneos, ahora se convertía en una innovación lisérgica de la disposición de las cosas. Las carpas estaban separadas por pastos muy altos que nadie estaba dispuesto a cortar. Y en cada carpa había un niño. Dejé mi dureza afuera, y adentro, sin preguntar si se podía, pensé en una banana podrida que deja vestigios entre las manos cuando se la aprieta. Y fui yo entonces algo como una banana y todos pudieron exprimirme hasta que, cuando tomé conciencia – y el sol no era amarillo, nunca, pero al menos se había vuelto menos rojo – volví a la carpa y le pedí al hombre, que era muy negro y estaba solo devorándose las uñas y mirándose la punta de los pies en una postura inhumana, que me mostrara la cara. Brillaba como una perla artificial. Y su mano me buscó, pero le dije que no, por primera vez hablé para decir que no, y eso me dolió en el alma porque no quería y se escuchó igual, nadie afuera, pero él sí, lo escuchó y su seriedad era algo que no había visto nunca: un resentimiento endemoniado. Me echó con esa mirada una serie de mensajes en torbellino que codifiqué como una digestión de los hechos. Sos una fruta, como una fruta que ya está aplastada, y su mano pasó de mi cabeza a mi cuello y después a mi cintura, que ablandé de pronto, creyendo que tras tantas exprimidas no podría volver a hacerlo, y su amor se tradujo sólo y simplemente en el recuerdo de las manos blancas de un niño intentando descubrir de qué se trata la supervivencia, ese buscar alimento para poder seguir lúcido y alegre, y triste – con una tristeza que vendría después – por saber que a veces es un trabajo, nada más que un trabajo, mantenerse siempre sorprendido, siempre alerta a cualquier delicia.
                                                                                                                                                   



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