23.1.10

El cuerpo del aire

Besar la sangre ajena, enjugar heridas hasta llegar de nuevo al llanto. Cuando el cuerpo se hace aire en un suspiro como en una canción triste, todo es una imagen confusa y nadie sabe si tormarlo de los brazos o de las piernas, si escupirle o apretarlo. Nunca se detiene esa catarata de agua dulce que parte de sus ojos y alguien aprecia su belleza: no importa. Si se detiene por un instante la queja al viento (que quizás atraviese mares y otras almas ignorantes de su propia muerte) entonces cesan las caricias y por suerte las incertidumbres: no importa si nadie sabe qué hacer, porque no hay que hacer nada. Dejar que el cuerpo siga pudriéndose frente a sus cuadros y sus libros y su humo de cigarrillo, porque no llama a nadie aún. No necesita que lo tomen de los brazos o de las piernas o que le besen, si no tiene teléfono y su voz es tan débil ya (quizás por el cigarrillo, o porque no quiere gritar) que es apenas un soplido más del viento que se cruza en todas las direcciones y lo convierte luego en una hoja que resulta llamativa a los ojos de los niños.
Si los que habían estado alguna vez sosteniéndolo porque estaba a punto de caer al abismo (y ser abismo, otra cosa negra) se van porque descubren que ellos también están muy cerca de convertirse en el temido espectro de la tristeza, entonces todo cumple su ciclo natural: nadie interrumpe el orden natural de las cosas. A veces algunas distracciones como el alcohol, el sexo o una caminata por un parque que no existe y después un llanto de cuya explicación nadie puede estar completamente seguro, luego otra vez el día y una sensación momentánea de perfección (eso que llaman felicidad, algunos que se ocuparon de inventarla). Siempre es mejor que sucedan las cosas así, todos en sus casas o en sus frazadas en la estación o en la habitación ajena saben que no pueden llamar a los que no sabían qué hacer con sus brazos, y por eso mantienen ese equilibrio correspondiente a lo que está ya determinado: algunos altibajos, eso es todo. Quizás la adolescencia (o algunos años más), las hormonas y el amor, palabra que resulta extraña al oído cuando es dicha muchas veces, y también cuando no es dicha nunca. O mejor dicho, cuando el alma muerta ha dejado de intentar escribirla en la piel como un corte ensangrentado, para así nunca jamás irse y no necesitar un teléfono ni el sexo en las noches ocasionales.

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