31.7.10

Iara

Iara llora. Está envejeciendo terriblemente, y no debería ser así. Los tiempos de la alegría en su nombre, de belleza descubierta han pasado como si nunca hubieran existido. No entiende, no sabe, no piensa. Llora encorvada en la punta de la cama, tiene arrugas en las manos y un libro sobre las piernas. Cree que perdió su capacidad de concentración, y por eso no puede leer. O quizás es sólo porque está muy triste.
La casa es demasiado grande, demasiado húmeda, tiene demasiadas puertas y pocas ventanas. Está vieja, la casa, tiene muertos flotando en las paredes, está sola pero acostumbrada, contiene un grito desgarrador como si le hubieran metido una media en la boca. Así, como está, la recorre Iara intentando contener ese ridículo y espantoso llanto surgido de la desconcentración. Peor que las lágrimas es la razón que las impulsa, que es nada en realidad, y menos mal que aún no se dio cuenta de que está envejeciendo, menos mal que no se topó con ningún espejo, que no tuvo tiempo para mirarse las manos.
Toma café y fuma en la cocina, ni se le pasó por la cabeza cuidarse de los perjuicios de los placeres, cree más bien que moriría si no pudiera contar con ellos. El vidrio por el que mira es horrible porque está sucio, empañado y viejo. Y a través de él no se ve nada interesante, salvo una maleza descuidada que puebla el patio. Piensa en lo triste que es que las cosas se mueran allá afuera, pero no tiene voluntad para mantenerlas con vida, porque sobre ella recae el tiempo de manera inevitable y en cambio sobre ellas, qué importa, si no hablan. No son capaces de pedirle nada.
Iara mete la colilla del cigarrillo en la taza del café porque nunca sabe dónde ponerla. Y considera ese el lugar más oportuno, accesible y adecuado que puede encontrarle. Es probable que no lo haya pensado tanto en realidad, y sólo la haya introducido ahí por pura distracción. Sobre la mesada, que está espantosamente limpia, ve el reflejo tosco de su boca en vertical. Le parece que es bonita, sonríe, le parece más bonita. Pero su alegría al verse es superficial, no dura más que unos pocos segundos y se disipa como un sueño absurdo que nada tiene que ver con la realidad.
Se sienta en una silla que cruje. Algún día habría que cambiar las sillas, piensa fugazmente, lo olvida rápidamente. Llama a su nuevo gato, el viejo se le murió hace poco. No lloró por él, porque ya había registrado a este que era más bonito y más tranquilo antes de que el otro acabara con su vida en una pelea callejera. El gato obedece como si fuera un perro, es naranja y brilla como si lo hubieran lustrado, ronronea alrededor de Iara. Se aburre de esa visita que prometía ser más entretenida y se interna en la maleza atravesando un pequeño agujero en la pared que la mujer nunca llenará, y tampoco llamará a nadie para que se ocupe del asunto.
Se queda sentada y aparece en ella un recuerdo, como si hubiera estado esperándolo. Está así, en esa misma posición, mirando el hueco que el gato había dejado atrás, y un hombre le acaricia suavemente el pelo sentado en la silla de al lado. La que todavía no cruje. Casi puede sentir su mano, el placer vergonzoso que siente, las ganas de cerrar los ojos y entregarse de lleno al goce de esa caricia. Lo siente, pero despierta de su recuerdo. Se sobresalta. Llora como si estuviera en una película, inmóvil, lenta, nunca despega la vista del agujero. Parece que hubiera buscado la tristeza, ahora puede permanecer un buen rato soltando lágrimas sin que nada la perturbe o la moleste. Llorar por llorar, hundida perfectamente en esa hermosa nostalgia inevitable. La busca para sentirse viva. Fue joven, qué asesino tan terrible es el tiempo.

1 comentario:

Jaku dijo...

Muy muy genial. Muy.