4.8.10

Cuando te encuentro, te vas

Anduvo sola el resto del camino. Seguía a su paso con los ojos atentos, balanceaba las manos al compás de sus piernas. Tenía el pelo recogido, ensortijado, ahogaba una lágrima de vez en cuando y volvía al ruedo con la cabeza en alto. Faltaba un largo trecho que se vislumbraba recto y monótono, como una larga llanura en la que ni siquiera pastan las vacas, en la que no hay hombres ni mares ni poesías importantes. Encontró una piedra con la punta del pie, casi tropieza. Sonrió avergonzada, como si estuviera de sorpresa enamorada, la pateó y la piedrita avanzó medio metro rebotando y se resignó a frenar justo cuando ella dio el siguiente paso. Encontró en esa tarea, la de esperar unos instantes la inmovilidad del pequeño objeto solitario, la de empujarla con sutileza como si no quisiera romperla, un confort inesperado, como la de una mano que de prepo tomara la suya y decidiera acompañarla el resto del camino, como la de un sol cálido que nunca se alejase de su nuca. Y no era precisamente un sol lo que aparecía en su camino, más bien una sombra lenta, como si siempre estuviera a punto de llover o de atardecer o de terminar el mundo en un brusco colapso. No le prestaba demasiada atención al cielo, de cualquier forma, su vista fija en el suelo era un radar preciso del movimiento de la piedra, tanto que pasaban coches que le rozaban la falda, y vientos extraños le azotaban el pecho, y ella nunca detenía su movimiento, la piedrita obedecía a su fuerza como si entendiera hasta dónde quería hacerla llegar, no la hacía correr ni retroceder, siempre mansa a lo que su cabeza ordenaba.
Ya la noche, quizás la sensación de crepúsculo no había estado tan equivocada. Sintió ella el frío inevitable del pasaje del sol a otro plano, a otra ruta desconocida. Disfrutó de repente el vacío intenso que la esperaba al alzar la vista. Cuántos kilómetros hasta encontrar una luz, una casa solitaria, el aullido de un perro perdido o la ayuda ingenua de un conductor de camiones. La piedra permanecía y estaba, también, disfrutando de la libertad de la anulación total de imágenes, ella podía ser cualquier cosa, no ya una simple piedra que es pateada y agredida por enormes zapatos que la manejan como les da la gana, quizás un lindo sapo o una casa de muñecas, o un hombre parado en la proa de un barco. Cualquier cosa podían ser, andando solitarias en una ruta desértica. Recordó ella, en ese terrible instante de vacío en que cualquier horrible cosa puede entrar en la mente, la caída estrepitosa de su hombre en el barranco. Cesó su paso de repente. La piedra la esperó desconcertada, pero sin exigirle que siguiera caminando. Todas las rocas rasgándole las prendas, sus manos y sus piernas y sus pies desparramados como si fueran parte del mismo paisaje agrietado. Su desaparición final. La imagen dejó de pasar, como si nada más valiera la pena ser recordado. Y, como si hubiera estado loca o borracha o demente, sintió que aquel evento inesperado nunca había ocurrido. Que si bajaba por entre las rocas, no iba a encontrar más que otras, o algún animalito que huiría despavorido al verla. Nada, semejante esfuerzo no hubiera valido la pena, porque nada había pasado. Y aunque creyó haber visto rebotar aquellas piedras sobre el cuerpo de su hombre, aunque lo hubiera jurado hacía un instante, sólo estaba segura de su propia piedra pequeña. De que esta la guiaría hacia recuerdos lúcidos, concretos, no invenciones de una mente absurda y consternada. Sonrió otra vez, satisfecha. Siguió su camino sin pena ni gloria, como resignada a su condición de caminante, hasta que la piedra, sin que ella pudiera advertirlo, se desbarrancó y comenzó a rodar rápidamente por la ladera.

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