Doctor, no puedo fumar. Al principio pensé que era una
cuestión climática: la densidad inusual en el aire, el agua impregnada a los
átomos de oxígeno. Pasaron las lluvias, vino el sol pleno, el calor justo para
disfrutar de unas buenas pitadas y sin embargo míreme, yo sin poder fumar, he
venido a verlo. Doy una pitada y el humo se me estanca en la garganta. Recuerdo
algunos momentos gloriosos en que me sentía una chimenea en que la circulación
del gas era casi poética, un conducto perfecto para que todo ingrese y sea
expulsado como es debido. Entonces me sentía en equilibrio, el acto me
demostraba que podía desarrollar una acción con buenos resultados, y luego iba
y hacía lo que se dice cosas productivas, por eso me ascendieron en el trabajo
y hasta estuve cerca de conseguir una pareja estable. Equilibré mis afectos,
comía de modo moderado y suficiente y caminaba cuadras y cuadras, pensando que
la recompensa de un cigarrillo era otra garantía de felicidad y que al final,
entonces, nada era tan grave, nunca. Eso, discúlpeme que se lo diga así, es mi
ideal de placer y salud, y milito la idea de que cada uno tiene el suyo y que
ustedes no puede aportar mucho con sus principios, simplemente porque son
principios individuales.
Ahora he venido, y le he pedido este sobreturno de urgencia,
porque paso media hora de mis días intentando en vano que el humo entre y salga
sin disturbios. Probé con respiraciones profundas, pensar en campos verdes con
conejos saltando entre los cardos, pensé en un hombre bello sentado a mi lado
que fuma conmigo y con el que hablamos del concepto de ficción o la relatividad
de la noción de justicia. Nada. Las consecuencias no tardaron en notarse. Se me
trastornó el sueño y no digiero los alimentos. Me convertí en lo que ustedes
llaman “una sedentaria”. Mire, mis manos están hinchadas y se me cae el pelo.
Ustedes, imagino, en estos tiempos, medican más para el estrés que para la
fiebre, dan más consejos amorosos que recetas, aprendieron un discurso casi
automático para las víctimas de esta enfermedad del nuevo milenio. No esté tan
serio, sonría: conmigo se ahorrará ese trabajo. Sólo debe darme, con paciencia
y consideración, las instrucciones para fumar de nuevo. Debe ser algo parecido
a los métodos de meditación zen, o al modo en que uno tiene que respirar para
que no duela tanto que nos quiten sangre. Sabido esto, me retiraré y si usted
acepta, le pagaré el doble. Y si al salir, mientras camine hacia mi casa y ya
tenga abrochado el abrigo, fumo un cigarrillo y en cada pitada siento el mismo
placer, y el acto no se convierte en una repetida frustración, si siento
entrar y salir el humo como si mi cuerpo fuera una chimenea sin agujeros ni
averíos, volveré para regalarle un kilo de manzanas (me compraré dos: uno
será para mí) y si quiere puedo darle un beso o hasta retribuirlo con favores
sexuales. No se preocupe, no me molestaría, es usted un hombre atractivo y,
sobre todo, es un hombre atractivo con título.
No le robo más su tiempo: sé que otros pacientes lo
necesitan igual que yo. Esperaré aquí, entonces, a que comience con el discurso.
Y prometo no hablar más y no contradecirlo, porque sé que eso a ustedes, aunque
no lo digan porque para eso se les paga, les molesta mucho. Hasta, se me
ocurre, además de las manzanas, puedo darle un cigarrillo: tiene usted esa
doble capa de piel en el rostro, esa secuela heroica de los hombres fumadores.