2.4.13

Doctora




Doctor, no puedo fumar. Al principio pensé que era una cuestión climática: la densidad inusual en el aire, el agua impregnada a los átomos de oxígeno. Pasaron las lluvias, vino el sol pleno, el calor justo para disfrutar de unas buenas pitadas y sin embargo míreme, yo sin poder fumar, he venido a verlo. Doy una pitada y el humo se me estanca en la garganta. Recuerdo algunos momentos gloriosos en que me sentía una chimenea en que la circulación del gas era casi poética, un conducto perfecto para que todo ingrese y sea expulsado como es debido. Entonces me sentía en equilibrio, el acto me demostraba que podía desarrollar una acción con buenos resultados, y luego iba y hacía lo que se dice cosas productivas, por eso me ascendieron en el trabajo y hasta estuve cerca de conseguir una pareja estable. Equilibré mis afectos, comía de modo moderado y suficiente y caminaba cuadras y cuadras, pensando que la recompensa de un cigarrillo era otra garantía de felicidad y que al final, entonces, nada era tan grave, nunca. Eso, discúlpeme que se lo diga así, es mi ideal de placer y salud, y milito la idea de que cada uno tiene el suyo y que ustedes no puede aportar mucho con sus principios, simplemente porque son principios individuales.



Ahora he venido, y le he pedido este sobreturno de urgencia, porque paso media hora de mis días intentando en vano que el humo entre y salga sin disturbios. Probé con respiraciones profundas, pensar en campos verdes con conejos saltando entre los cardos, pensé en un hombre bello sentado a mi lado que fuma conmigo y con el que hablamos del concepto de ficción o la relatividad de la noción de justicia. Nada. Las consecuencias no tardaron en notarse. Se me trastornó el sueño y no digiero los alimentos. Me convertí en lo que ustedes llaman “una sedentaria”. Mire, mis manos están hinchadas y se me cae el pelo. Ustedes, imagino, en estos tiempos, medican más para el estrés que para la fiebre, dan más consejos amorosos que recetas, aprendieron un discurso casi automático para las víctimas de esta enfermedad del nuevo milenio. No esté tan serio, sonría: conmigo se ahorrará ese trabajo. Sólo debe darme, con paciencia y consideración, las instrucciones para fumar de nuevo. Debe ser algo parecido a los métodos de meditación zen, o al modo en que uno tiene que respirar para que no duela tanto que nos quiten sangre. Sabido esto, me retiraré y si usted acepta, le pagaré el doble. Y si al salir, mientras camine hacia mi casa y ya tenga abrochado el abrigo, fumo un cigarrillo y en cada pitada siento el mismo placer, y el acto no se convierte en una repetida frustración, si siento entrar y salir el humo como si mi cuerpo fuera una chimenea sin agujeros ni averíos, volveré para regalarle un kilo de manzanas (me compraré dos: uno será para mí) y si quiere puedo darle un beso o hasta retribuirlo con favores sexuales. No se preocupe, no me molestaría, es usted un hombre atractivo y, sobre todo, es un hombre atractivo con título.



No le robo más su tiempo: sé que otros pacientes lo necesitan igual que yo. Esperaré aquí, entonces, a que comience con el discurso. Y prometo no hablar más y no contradecirlo, porque sé que eso a ustedes, aunque no lo digan porque para eso se les paga, les molesta mucho. Hasta, se me ocurre, además de las manzanas, puedo darle un cigarrillo: tiene usted esa doble capa de piel en el rostro, esa secuela heroica de los hombres fumadores. 

2 comentarios:

Carolina Bugnone dijo...

Paula te subvierte el orden de las cosas. Por eso, entre otras cosas, la leo.

L. dijo...

pau, esto es genial, me morí.
te re quiero.
la conejo.