8.6.09

Sin título (serie agujeros).

Las mañanas no solían ser muy motivadoras, muchas veces hacía frío o nos goteaban los mocos, y teníamos un deseo repentino y profundo de quedarnos envueltos en las sábanas calientes hasta el mismísimo fin de los tiempos, aunque poco supiéramos de esas cosas.
Fue mayo y esos días apesadumbrados, ese día apesadumbrado con la triste certeza de lo que iba a pasar. Nuestra casa no era demasiado cómoda, a mamá no le gustaba renovar los muebles y las paredes eran más que nada humedad, una mezcla de olor a muerte con el sabor de los huevos podridos que nunca probábamos.
Salimos de ahí con nuestras armas encima. Ese día estaban más pesadas que de costumbre, tal vez porque el anterior había habido inconvenientes con los robos de los intrusos, y había que reforzar el equipo. El clima parecía bastante propicio para una batalla, de hecho el viento nos favorecía porque producía el desviamiento de los lanzamientos desde el norte.
Por intuición o tácito acuerdo sabíamos que nos tocaba en la frontera, esa tierra que nadie se atrevía a pisar, porque eran pocos los sectores donde se pudiera andar sin acabar hecho pedazos, y los enemigos contaban con las armas más poderosas que pudiéramos imaginar.
Los gobernadores, que eran muchos y de todas las razas, siempre asignaban a los soldados más valientes y fornidos para luchar en la frontera. Sí, ya no hacía falta que nos hablaran, ellos había puesto en nosotros sus esperanzas de triunfo, teníamos en las manos algo parecido al último ser sobreviviente del mundo. Porque aunque los pueblitos del norte eran fácilmente dominables, nada se comparaba con saltar entre las minas y ver los ojos enfurecidos de los norteños morir, o patear sus cadáveres y ver el sol de los nuevos tierras, iluminadas por nuestros cuerpos sanos y vacíos de pecados.
Los pasos que dimos fueron muchos y firmes, el frío se colaba entre los huesos y la abracé a mamá porque tiritaba, hasta en un momento se desmayó y tuvimos que gritarle para despertarla... Nada tan peligroso cuando uno se acerca a tierras desconocidas.
Con nuestras prendas salvajes y nuestras caras sucias nos adentramos en el territorio ajeno, a la oscuridad de las nuevas posesiones, ya podíamos sentir el sabor del triunfo, la imposición de las armas nuestras por sobre las suyas, y supimos las palabras de reconocimiento de los hombres de la ciudad, todas y cada una de sus palabras.
Nos paramos en el límite de los otros, el silencio estremecía nuestros cuerpos cansadas de tanto peso. Sacamos nuestras flechas pintiagudas y las lanzamos sobre las minas. Estallaron en mil pedazos todas. Pero estalló también la tierra. Se despedazaron todas las hectáreas de la frontera, y con ella los hombres y las armas y sus ojos enfurecidos.
Nació de los escombros un agujero infinitamente negro, y desaparecieron las esperanzas y las ilusiones nuevas. Nos miró y se expandió por quién sabe qué otro terreno. Las tierras no eran nuestras, tampoco eran suyas, no eran de nada.
Volvimos al pueblo y aún era mayo, y no contamos nada, nos encerramos en casa con la decepción y la emoción adherida a los cuerpos. El vacío era nuestro, era nuestra la nueva noche y la imagen de la absorción del mundo.
No lo extrañamos porque nunca lo tuvimos, y en la mañana del otro día, estuvimos tal vez un poco más apesadumbrados. Queríamos quedarnos envueltos en las sábanas calientes hasta el fin de los tiempos, aunque sabíamos poco de esas cosas.