30.12.08

Tiempo de verano.

Las noches de calor no solían ser muy agradables allí, todo se volvía pegajoso e insoportable, y nunca venía el respiro que durante todo el día se esperaba. Llovía un poquito de vez en cuando, pero era tan desesperante buscar la gota entre el aire denso que no resultaba una tarea difícil rendirse ante el insomnio. Mamá decía siempre que faltaba poco para el invierno, que todo iba a ser diferente en algunos meses y que nos íbamos a acordar del calor con mucha nostalgia. Porque ella decía, siempre van a querer lo que no está. Y así no se puede. En realidad sí se podía, era la forma más natural y razonable que encontrábamos de tener una ilusión: pensar únicamente en lo que se había ido, o en lo que estaba por venir, pero nunca gozar del presente, porque el presente era como esas cosas que están tan cerca y están todo el tiempo y que ya no dan ganas ni de verlas, pudren desde el primer momento en el que uno sabe que existen. Y para qué las queríamos, para qué querer el aire que se pegaba a nuestro bracitos blandos, qué hacer con la transpiración y con el llanto de los bebés, qué hacer con que no hubiera tiempo para nada, con la falta de ganas.
Nada. Salvo dejar que a la madrugada, cuando toda la ciudad se convertía en un escalofriante silencio, los sueños poco a poco se fueran metiendo entre los poros llenos de toxinas liberadas, recorrieran la sangre y los músculos duros, besaran los pies cansados y las sonrisas borradas y con su música triste fueran haciéndonos sentir como el presente jamás lo hubiera hecho. Libres, ajenos a la tristeza de la noche, aferrados por fin a lo más sólido que teníamos, los recuerdos de otras noches, de otras pieles, del agua que nunca dejaba de caer.

25.12.08

Valores.

Hacer valer lo que se tiene
como un tesoro
más valioso que el tiempo,
más perfecto que la muerte,
arrasador del viento
y de las tristezas.
Y rozar con manos firmes
y cubiertas
hasta sus más íntimas
hendiduras
de rocío viejo y de muertes,
la amenaza cabizbaja
del futuro.
No golpearla, no romperla
en el entusiasmo y en la risa,
besarla con los dedos,
como a una preciosura
y olvidarse por un rato
de la horribre suerte
que trae en su mentira,
tentada por el engaño,
dulce por la esperanza,
trae amaneceres
poblados de soles,
desprovistos de vientos
y de lágrimas,
trae una cascada de palabras
pura y febril,
buscando ser traducidas
por las horas
que nunca serán.

19.12.08

Cuatro minutos.

Es increíble cómo cuatro minutos inmensamente miserables y sucios y malditos, parte insignificante de la fosa del tiempo que con ellos se va renovando, pueden bastar y sobrar y exceder los límites de la conciencia para llenarlo a uno de lo que la eternidad no le hubiera dado nunca, besarlo de pies a cabeza, apasionarlo y entristecerlo sin darse cuenta, volverse más pesados que la misma vida, convertirse en la carga más grande e insoportable que se pudo haber sentido nunca, hacer que los esfuerzos se disuelvan en un pedacito de aire y que todo deje de estar en un lugar, de tener un nombre, de ser seguro. Y cómo uno a medida que se van disolviendo, porque en algún momento tienen que disolverse, y a pesar de haber atravesado los límites de las sensaciones, de los hallazgos y de las inseguridades, a pesar de haberse deshidratado de llanto y de haber creído que los segundos eran la representación más perfecta de la eternidad, uno en una parte de sí, escondida o enterrada o invisible, los necesita tanto que siempre los está buscando, por todas partes, en toda oportunidad, en cada caricia o en cada golpe, los necesita porque sumados a uno y sumados a lo que hay que desenpolvar en un momento, cuando ya no hay excusas rutinarias para cubrirlo, hacen que vuelva la gracia si es que alguna vez estuvo. Por eso serán cuatro, serán diez, pero no mucho más, no serán horas ni serán días, y ni hablar de meses o de años o de décadas, de eso nunca porque allí todo está horriblemente resumido y apelmazado en definiciones, serán apenas una ráfaga de tiempo porque eso es el tiempo, una ráfaga que a pesar de serlo algo toca, sobre todo cuando son cuatro minutos, ni siquiera diez, y sí tal vez meses o años o décadas, algo en algún momento tiene que tocar, porque le gusta tocar lo intacto, lo reluciente por no haberse estrenado nunca, le gusta meterse en la parte más fría y más lejana a la vista. Y a pesar del esfuerzo que se puede hacer durante días, durante meses o décadas o siglos o pequeñas eternidades para cubrirlo disimuladamente, de repente los cuatro minutos, o los diez, o esos traicioneros días o meses o décadas, lo sacan afuera de un golpe, sin pensarlo nadie, sin saberlo nadie, y a pesar de ser lo más horrible y avergonzante que a uno en sólo cuatro minutos le puede pasar, no deja de buscarlos incansablemente.

13.12.08

La era de los giles.

Los giles son los que olvidan el futuro y creen presente al pasado, los que no saben apreciar las cosas hermosas sólo porque se creen aún más hermosos que ellas, los que pierden el tiempo en nada cuando podrían perderlo en todo. Los que no miden nada y luego se lamentan por todo, los que se quejan por quejarse y nunca agradecen, los que lloran por lo que pasó y no esbozan una sonrisa porque es más costoso, los que toman los atajos para ser feliz cuando en realidad la felicidad es el camino, los que se ríen de los demás y lloran delante de sí mismos. Aquellos que vuelcan sus frustraciones arruinando el bienestar ajeno y se creen dueños del otro, cuando en realidad ni siquiera saben cuán libres son de ellos mismos, aquellos que confunden sentir con pensar y su mente y su corazón nunca pueden ponerse de acuerdo, quienes se inclinan siempre a la parte más liviana de la balanza, los que hacen un mundo de todo sin saber que en verdad todo es un mundo. Son los que comparan las cosas cuando en realidad las cosas son diferentes, los que simplifican para simplificarse, cuando en realidad se complican aún más, los que esperan eternamente perdiéndose el valioso tiempo de la espera, los que ansían el futuro sin saber que lo están viviendo, los que se lamentan por todo y sólo disfrutan su propio lamento. Los que piden perdón sólo para no sentir culpa, los que no aceptan las disculpas sólo porque se creen demasiado. Los giles, realmente giles, son los que no saben nada, los que no disfrutan nada, y creen vivir.

12.12.08

Autoengaño.

Sentirse incompleto no es cosa de todos los días, sólo surge en unos pocos momentos en los que de repente todo se pone intranquilo y uno no sabe tantas cosas que creía sabidas, no desea tantas cosas que creía realmente deseadas. Apenas algo muy pequeño se desmorona, todo se cae detrás casi al instante, deja de tener el calor de la costumbre para volverse frío y turbio, y uno extraña tanto la comodidad de saber lo que pasa y lo que se siente que es capaz de autoengañarse, con tal de creerse feliz. Y en el autoengaño se empiezan a arrastrar otras cosas, los días pasan sin que nadie se de cuenta y el alma, muy muy adentro el alma, se va rompiendo porque ya no tiene sostén, no tiene ilusiones ni sueños, ni futuros ni nada, tiene una mentira que de tan evidente que es lastima. Lo peor es que no se puede hacer nada contra eso, contra el deseo que ya no lo es o contra las seguridades que tambalean como si uno las apoyara en la punta de los dedos y sin hacer demasiado esfuerzo por retenerlas las dejara caer, quedándose solo con el engaño. Porque cuánto acompaña el engaño cuando de abandono se trata, siempre que se cree uno solo viene él prácticamente sin que lo llamen a llenar el huequito que algo dejó y todo aparenta ser tan normal, que nos olvidamos por completo de lo que pasó.

8.12.08

Algo sobre los besos.

Un beso, para una persona cuyos labios ya están resquebrajándose de secos, puede significar el más importante objetivo y una vez que alguien se lo concede, sin importar la raza, el color o la religión, el premio más grande que pudo haber soñado. Porque con el tiempo, la boca se va tornando espesa y sucia, si es que no recibe en ella la pureza de la boca ajena, si es que no se llena aunque sea una vez, o mejor aún con cierta frecuencia, de la belleza inefable de sentir en uno, quizás la parte más oculta, que no se ve ni en las palabras, ni en los gestos ni en los ojos, del otro. Y ni hablar de besar, por elección o por obligación, varias bocas en cierto período de tiempo, al punto de no saber distinguir uno, los aromas, los sabores y las sensaciones que cada una da. Por eso es tan difícil valorar el beso cuando ya se están desgastando los pobres labios, y hasta tienen arrugas o cicatrices, cuyos victimarios son indescifrables, y entra la desesperación a rondar, hasta que se decide dejar de besar.
La comodidad de sentir propia siempre la misma boca es a la vez de conformismo y satisfacción, y uno sabe que al otro día, sin tener que hacer demasiadas predicciones, contará con la misma humedad y el mismo sabor compartido, y no presenta entonces el beso demasiadas preocupaciones ni inesperadas sorpresas, simplemente un placer que, según lo que uno elija, puede hacerse diferente cada día.