25.6.10

El condenado


La maté. Lo sé señor, no es bueno. No es moralmente correcto, ni lo permite la constitución, ni usted, el abogado, ni el juez, aquel señor, ni la espantada testigo que no deja de llorar. No digo que sea bueno, no me corrija porque no puede corregir a nadie, alguien que se deja decir cómo son las cosas, y acepta que no sean de otra forma, no, usted no puede decirme nada.
Le diré que fue un acto de cobardía, pero del mismo modo que puedo decir que fue heroico. Quitar una vida de este mundo, arrancársela (no a la persona, al mundo, porque usted sabe, cuando uno muere, qué va a sentir que le quitan algo, más vale morirse que sentir) sin piedad ni arrepentimiento, ¿quién se atrevería a hacerlo? ¿Usted lo haría, señor abogado, licenciado, doctor? Y sin embargo fíjese que no es tan complicado, una de las cosas más sencillas que he hecho, usted le tiene tanto miedo porque no lo conoce, porque nada valora más que a su propia vida entonces imagínese, sería un escándalo quitársela a alguien. Pero acá la clave, lo que haría que el mundo cambie como nunca lo hizo (y no, no me hable de revoluciones o reformas, eso no ha sido nada, usted lo sabe que ha estudiado tanto) sería que la vida nos importara realmente un pito, que este o aquel fueran lo mismo vivos o muertos y que nosotros, al mismo tiempo, le diéramos un valor igual a cero a la existencia. Un vuelco radical, sustancial, trascendente sería eso. Todo hasta ahora se ha regido por esta supremacía inservible de la vida, y nadie ha logrado nada con eso. Si en el noticiero a usted le dijeran que ha muerto alguien, o dos, o cien personas, usted lo ignoraría como a cualquier otra noticia, en cambio ahora qué hace, se escandaliza, se preocupa, les dice a sus hijos que se cuiden, llama a su madre y le corta sólo para saber si está viva. En cambio si no fuera así ¡Qué fantástica vida tendría usted! Esto es lo que yo he comenzado. El insalvable principio de una era en que ese freno del miedo, de la cobardía que nos va encerrando, se disipe y nos deje libres ante la total certidumbre de que moriremos, o de que estamos vivos, que estamos muertos. De cualquier manera sentiremos el aire, no, nunca pensar en que dejaremos de hacerlo, quizás será sólo una alucinación, quién sabe, ¿usted lo sabe? Imagínese, alucinar que estamos respirando cuando en verdad estamos muertos, qué cosa tan fantástica.
Debería agradecerme, en lugar de mirarme con ese gesto de desaprobación (que en realidad tiene siempre), porque yo le estoy concediendo a usted una vida que nunca habría imaginado. Quiere irse a vivir a un barrio privado seguramente, una casa con pileta quizás, ¿ya la ha comenzado a pagar? Mire que ahora todos tienen un sueño parecido al suyo, no es por menospreciarlo pero pronto ocuparán su casa si no la compra. Pero lo mío es diferente. Dirá usted y todos los demás, y por ser muchos se dará por aludido que tienen razón, que existe cierto problema mental en mí, como quieran llamarlo. A mí no me importa, porque si fuera así, porqué habrían de dejarme hablar. Hay quizás algunos inconvenientes en su procedimiento, no es por criticarlo, sé que es lo que le han enseñado, pero fíjese que uno debe valerse por uno mismo también. Quiero decir, puede que ahora lo esté haciendo. ¡Tantas sorpresas me llevo de este mundo! Porqué digo me llevo, porque desde que la maté hay otra esperanza en mí, una esperanza de mi propia muerte (que será, usted sabe, lo mismo que la vida, para mí y para usted también, que no podrá castigarme a mí ni a nadie) siempre floreciendo y haciéndome sentir de maravillas. A usted le pasará lo mismo, cuando gana un juicio. Porque cuando lo gana, está matando a alguien. Encerrar… Podríamos también equiparar todas esas cosas malévolas que hacen ustedes con la muerte, sería más emocionante y tendría más adeptos mi plan, porque persuadir a la gente sabe que es fácil.
Máteme, señor. Yo he venido a que me maten, habiendo suspirado tantas palabras, qué sería mejor que morir en este lugar y ahora, cuando menos me importa la vida, ahora que sé que no es tan grave, tan importante, algo que pasa y se va, vea usted qué locura, darle tanta importancia algo que se parece a todo los demás: que pasa y se va.

12.6.10

La huída.

- ¡Revienten! De acá nadie sale sin haber explotado como un sapo, como un grano inmundo en la frente, como una iglesia en llamas. Que sus entrañas se retuerzan y sus nervios chillen. Porque hoy, día en que por fin nos sacarán de esta pocilga con más muertos que vivos, debemos desatar esta furia incontrolable y no asesinar a mansalva y porque sí, sino explotar ante los ojos de los enemigos y bañarlos con nuestra sangre.
Se abrió el silencio. Un montón de ojos absortos lo miraban, procesando el discurso lentamente. No podían moverse: las manos atadas, el cuello inclinado sobre los hombros, las piernas casi muertas, los cadáveres al lado. Y el encierro de un sótano vacío de luces o señales, solitario. Ellos lo miraban perplejos. El silencio quebrado era un milagro.
- Terminaremos muertos - susurró una voz tímida.
- Sí. Y si no es hoy, será mañana.
Una verdad incorruptible era la soberana, el único dogma aceptable. Los que estaban perdidos habían encontrado un camino. Y no lo abandonaban.
Un chillido ajeno se oyó en la lejanía, en un rincón desconocido del cuarto. No era ninguno de ellos. Era una rata. Sus pasos ágiles, uno tras otro como los instantes, atravesaron el sótano. Los ojos del roedor brillaron como dos bichos de luz en la noche entrada: buscaron algo. Eran hombres. Se acercó a un muerto, lo olió, lo rodeó y se fue. Buscó a otro que también rechazó.
Todos permanecieron en silencio como si estuvieran muertos. El espanto los dejó inmóviles, tiesos.
El animal volvió a su misterioso lugar de origen mucho más rápido que a la ida.
Otro repiqueteo. Este andar era diferente. Eran dos. Dos ratas pasearon por sus pies, los olfatearon, los miraron con sus ojos brillantes. Se quedaron. Porque tenían que esperar a las demás. Diez ratas se precipitaron rápidamente a la escena. Ahora todo era una iluminación mágica de ojos que se movían nerviosamente buscando una presa. No la encontraron. Veinte más, cincuenta. Nadie llevaba la cuenta. El mundo racional de los humanos no existía ahora que la selva florecía a sus pies ennegrecidos por el polvo.
Un hombre entró al sótano, como sucedía habitualmente. Caminó firmemente entre las ratas, alzó de los brazos a un prisionero y se lo llevó, casi arrastrándolo. Una de los roedores le mordió el tobillo. El hombre chilló. Otra lo hizo, luego otra. Seis ratitas estaban colgadas de él, y hacían tanta fuerza que quien había entrado no podía llevárselo. Y lo dejó tirado para que terminaran de devorarlo.
El prisionero era una perfecta masa de ratas movedizas que se escabullían unas entre otras y no podían escaparse de ese sueño. Quedaron los huesos.
Uno de los más moribundos se acercó y tomó el cráneo muy rápidamente. Se lo lanzó a otro en la cabeza, y las ratas se los comieron a ambos.
- ... y sin tras la libertad sólo encontramos otro encierro, que sea más bien muertos que vivos y esclavos.
Se paró el orador y caminó hacia la puerta. Los animales habían huído y él pudo salir. No se había dado cuenta de que nadie contestó.
Porque no había vivos. Y él caminaba hacia la luz eléctrica, para volarse la cabeza ante los ojos del oficial, o traicionar sus palabras tentado por su brillo.