25.2.09

La masa negra.

Un mosquito se posó tímidamente en el vaso que alguien se había olvidado, y por torpe e irracional no tuvo opción que resbalarse y caerse en el agua haciendo un sonidito tierno y sutil. Salpicó unas gotitas de agua que se disolvieron en su cabeza e intentó nadar de acá para allá, como un loco, aunque no tardó mucho en resignarse y quedarse quieto esperando que alguna deidad lo rescatase. Y no supo si fue una deidad o una ley de la naturaleza, pero de sí mismo salió otro mosquito, con la mitad de su tamaño, y era un bebé y estaba tan indefenso que no supo qué hacer, y no tuvo mucho tiempo para pensar en eso porque no tardó en aparecer otro, y luego otro casi instantáneamente, como si su cuerpo sin huesos fuera una máquina de hacer mosquitos, pequeños e inconcientes, intentando salir de aquella enorme piscina que era el vaso. Ya eran incontables los mosquitos que salían de su cuerpito, veinte, treinta, cuarenta, ciento veintidós bichitos intentando rescatarse a sí mismos de su propio nacimiento, y ya no eran más que una enorme masa negra adentro de un vaso ordinario, y que luego se rebalsó y se convirtió en una agrupación innumerable de partículas negras que recorría sin destino una sola pieza que era como la inmensidad. Nadie controlaba sus movimientos, se dejaban llevar por el impulso de ser una masa sola y vomitiva, hasta lograr dejar todos los rincones del cuarto llenos de sus cuerpitos sedientos de sangre.

12.2.09

Los puentes.

A veces se me hiela la sangre,
se me doblan los huesos,
me recorre por el cuerpo
una sensación infame
y no gasto mi tiempo
en ponerle un nombre,
dejo que llegue a los pies
y busco al sol como desesperada,
y soy de repente
la persona más estúpida del mundo,
y trato de crear rayitos
así entre mis dedos.
Pero nunca aparecen,
porque están lejos,
como mi sangre,
como mis huesos.
Están lejos y nunca
vendrán a buscarme.
Aunque pueda escribir de vez en cuando
unas palabras aladas
y casi poder sentirlos
quemándome la piel.

10.2.09

La libertad.

La encontramos y tenía las alas rotas, su sangre era la lluvia más pura de la tierra y se despertaba cada vez que escuchaba mi susurro frío, le corría por la frente un sudor que espantaba y los ojos se le abrían como intentando salir. Besé las plumas como si estuvieran vivas, y las hice volar. Pero fue el viento, y ella sonrió. La miré, le sonreí, la lloré, la insulté, la sufrí. Otra vez cayó y otro ala se me disolvió en los dedos, y luego fue ceniza y por fin se incorporó cómoda al viento, como la primera, y una a una todas fueron escapándose de mis peligrosas manos. Ella cerró los ojos titubeantes y fríos, me besó la punta de los dedos y poco a poco me los fue congelando. Dos, tres, veinte segundos, pequeñas eternidades, esbozó un gesto indescifrable. Quiso quererme, quiso en verdad quererme, lo quiso con los huesos, con todos los músculos de su carita blanca, con todos los elementos metafísicos que alguien inventó. Pero se disolvió ella también con sus alas, y con la niebla, y con el viento. Y con ella. Y fue libertad.