29.10.09

Entre las rocas.

Cuando íbamos a la orilla a veces encontrábamos peces, peces de colores extraños y siempre había uno que estaba muerto. Lucía lo tocaba y tras un repentino colapso se quedaba en la arena con la aleta doblada. A ella le llamaba la atención que todos murieran igual, que ninguno sangrara o se hundiera en un charquito o se quedara atrapado, algo más simpático y que implicara un rescate, tomarse algunas horas que no habríamos utilizado para nada más importante.
La hora del encuentro era siempre el ocaso, aquel crepúsculo sombrío de los ríos del litoral, las seis, las siete, las ocho, un momento entre todos los momentos. Y sin embargo eran tales las ansias de la tarde, de dos o tres horas antes del ritual, que nos quedábamos sentados en silencio esperando un suceso sorpresivo, que se moviera alguún paralelo o que la tierra cambiara de eje y que eso trajera, por equivocación pero sin posibilidad alguna de que no lo adviertiéramos, un pecesito que por débil se habría colgado de una ola grande y tras el golpe abrupto de las corrientes llegara convalesciente a nuestros pies de arena.
Durante el auge del verano, cuando se tiende a creer que no hay otro tiempo que ese y que las deudas son un problema cuya existencia es extremadamente dudosa, la gente acudía a las orrillas por las habladurías que bailaban en los aires provincianos y porteños, mojaba con entusiasmo alguna parte de su cuerpo con poco riesgo de resultar accidentaba y, tras gastar todos los temas interesantes de conversación, se retiraba (y era muy difícil no notarlo) como seguramente se retiraría de un banco luego de haber sido estafada disimuladamente. No era fácil, en este contexto que se desarrollaba durante los días más hermosos, encontrar un especímen con escasos (o nulos) signos vitales. De hecho era una hazaña imposible para cualquiera que no supiera que, si no se busca entre las piedras más pesadas ni se duda al intentar adentrarse en los sectores más oscuros del barro, es muy difícil dar con cualquier textura gelatinosa, y si se da la casualidad de que se la encuentra, su procedencia ya no cabe en mis conocimientos.
Pero nada era más novedoso que las manos de Lucía, pinzas de precisión incalculable. Era un espectáculo su aventura en el río, esa afición que tenía con los peces muertos. Si me sentaba en una piedra, suavemente en una piedra negra, era porque allí era más fácil verla, o mejor dicho ver su cuerpo de pez entre el ambiente suyo, adentrándose más allá de mis ojos en agujeros de musgos gastados. Y siempre daba con su pez, algo hacía para revivirlo y todos la ayudábamos con una alegría inútil. Pero jamás vi a alguien a quien le ganara más la muerte, en seguida lloraba con agua dulce y sombría, como ya lo era la noche entrada. Admiraría a quien hubiera podido confirmar que al caer el sol ella no era en verdad un pez moviendo compulsivamente su aleta y hundiéndose en un miserable rincón de arena, más allá de que los peces no lloren y de que no se levanten disimuladamente cuando amanece de entre las rocas que los encierran.

23.10.09

Los ojos, los dientes, el polvo.


Foto: Lucio Marquez.

Hay niños a la vuelta de la esquina que muerden el polvo de su propia casa e irradian aún con los ojos sucios un brillo que no tiene nombre. A veces atraviesa los cristales del mundo para proyectarse en otros ojos. La mirada los capta y ya no hay vuelta, porque la tristeza no es barrera, se abre como un mar turquesa que al instante está seco y es sal, sal de las lenguas que prueban el suelo, no importa si no hay suelo, si no hay lengua, siempre hay tristeza, hay una lágrima que se desliza como un cantar lejano, cuidado, ya se acerca. Una cámara es una secuestradora de imágenes que quieren escaparse, no te escapes porque hay un mundo afuera, y algo en tus ojos quiere hablarle.

10.10.09

Dos por cuatro.

Muere el tango y entonces muere todo
en un fondo oscuro de bandoneón gastado,
el compás de la muerte nunca espera su última negra
porque sabe adelantarse antes del final,
y ya está podrido el rostro cuando quiere pronunciar
el verso, seguir la rueda en la que rodaba,
dejándose llevar suavemente por un sonar
que termina a cada instante.

4.10.09

Era estupendo quemar.

El fuego es esa llama movediza
que incendia la aurora con gritos vibrantes,
no está nunca en verdad conmigo,
es un fantasma que se pliega de noche,
y brilla aún más cuando está muerto.
Carga a su vez la pasión y el miedo,
el terror a la muerte y ese deseo
de que nunca se acabe su fulgor rosáceo,
como de flores que alumbran el cielo
y adornan paisajes que luego son llanuras,
que luego son tristezas que lloran los viajeros,
tiene un aroma a incendio nocturno,
porque el fuego es un aliado de las mil estrellas,
no las deja nunca solas aunque no se vean
cuando apenas nace entre algunas maderas
y recrea las imágenes que han sido muertas,
mientras sus colores son como un día
que va y que viene, que carga tristezas
para ser quemadas en risa suave,
en canto lento,
con su sonrisa desmembrada,
con su sutil belleza.