24.8.10

Nos

¿A qué se parecerá este dejarnos? Esto de no hablar por años, la constante necesidad del cuerpo de encerrarse, de encontrar un lugar en un mundo que se abra paso ante los pasos que damos, y abajo hay lava y estúpidos que sonríen, y muertas flores que no nos animamos a tirar, las horas que pesan como una manzana que cae accidentalmente. A nosotros no nos molesta en realidad, pasar de la compañía a la soledad y buscar como un perro callejero que tiene hambre, la compañía luego de haber intentado convertirnos en autómatas autoabastecidos, no es criticable, ni siquiera absurdo, sólo parte de una rutina que por suerte es nueva cada día, no nos asusta la repentina ansiedad, la relajación inefable de una trompeta disonante. No sabemos muy quiénes somos, ni que somos siquiera, ni cuántos, saberlo explotaría esta burbuja de una atroz manera, nos mataría, y creeme que no es en broma, nos mataría en serio.

Por eso aguantamos. Vomitamos las flores de los campos, nos damos la mano y luego nos golpeamos. Pero el resentimiento es mala palabra. ¿Qué clase de estúpida cosa estamos escribiendo? No sabemos, no les buscamos explicaciones a las cosas que son lindas (cuánta belleza les quitaríamos si les encontráramos alguna), un día tomamos el papel y el lápiz y entonces nunca más lo dejamos. Probablemente nunca nos encontramos, o estamos con la gente equivocada, y nos perdemos de miles de cigarrillos compartidos y de madrugadas borrachas y fascinantes, pero no nos impacientamos, no buscamos lástima pidiendo créditos, esperamos ese magistral encuentro mientras pasamos la vida, entre más momentos de mierda que medianamente bonitos, muertos de frío, vivos de frío, llorando mientras leemos poemas, negándonos a salir durante días. Pero quizás ahí es donde, sin saberlo, encontramos un punto de contacto, nos rozamos suavemente la punta de los dedos, estamos acompañados por alguien que también está llorando, sintiendo exactamente lo mismo, algo que no sabe cómo carajo explicar y que tampoco le importa, porque sabe que se le pasará, y lo disfruta como a un orgasmo en plena noche. Nos sentimos leyendo los mismos versos, en la misma situación quizás terrible de un sábado a la noche en que el frío nos obligó a renunciar a la lujuria, o el miedo quizás, más probablemente el miedo, y de algún modo sabemos que llegó el momento. Por eso nos amamos, nos separa una medianera o tres mil kilómetros, o nada, quizás nada porque no existimos, no existe esta conexión ilusoria de madrugada congelada, este amor que de pronto es eterno e inmuntable, que se nos entromete en los huesos y la carne y aspira como al humo toda nuestra tristeza que es como estalactitas en el pecho y en el cuello. Pero nada puede importarnos menos que su aparente existencia, que de eso se encarguen los filósofos o los investigadores de la puta que los parió. Nosotros seguimos con los ojos cerrados, no los abriremos hasta que la luz del día nos obligue a desperezarnos tiernamente y tener que salir a otro mundo con otra gente, de cuya existencia no dudamos, no, claro que no, pero estamos seguros de que nosotros no existimos en ella.

7.8.10

Canon

En música, un canon es una contrapuntual composición que emplea la melodía con unas o más imitaciones de la melodía jugada después de una duración dada (e.g. resto cuarto, una medida, etc.). La melodía inicial se llama el líder, mientras que la melodía imitativa se llama el seguidor que se juega en una diversa voz. El seguidor se debe crear del líder siendo cualquiera a la réplica exacta de ritmos e intervalos.



Lo extrañamos cuando se había ido. Ahora no nos importa demasiado. Dejó una camisa negra, un pipa que parece valer bastante dinero y una carta seca y sonsa que indica su partida. Primero fue un vacío horrible, la silla vacía en la cabecera de la mesa, el silencio ante la espera del sonido de las llaves a las ocho de la noche, el hueco que se iba formando poco a poco en su lugar de la cama, la limpieza excesiva que conservaban sus sábanas, el nudo en la garganta cada vez que algo nos recordaba a él, un tango de fondo en una película, el chocolate con almendras, el café quemado, la sonrisa de dientes blancos, el brillo de los ojos de un hombre emocionado. Todo nos atrapaba de tal manera, nos hundía de tal forma en una tristeza improvisada, desprovista de solución inmediata, de consuelo alguno, que ya cansados estábamos. Porque creíamos olvidarlo, en verdad lo pensábamos, cuando había sol y salíamos a comprar facturas o nos reíamos mirando televisión, o hacíamos bromas telefónicas a las vecinas, o tomábamos helado en invierno. Cuando bailábamos una canción bonita, y cantábamos a los gritos, desgarrados de alegría, una alegría inmensa que pudo haber durado años si hubiéramos tenido la voluntad necesaria para sostenerla y no caer como siempre en el pozo.

No nos consolaba pensar que estaba muerto. Porque no lo estaba. Fue una desaparición turbia, como la de un intruso que parece haberse instalado y de repente ya no está, como la de las estaciones que apenas se ponen lindas se van, como los versos de un poema que en el goce esconden una levedad infernal. Se fue como se va todo, siempre, de las manos se nos fue de repente, no lo vimos ir, ni siquiera la espalda, los ojos en duro rechazo, la cabeza hundida hasta el pecho, arrepentida, no vimos nada suyo que nos dijera que estaba, que estuvo alguna vez ocupando un lugar en nuestras vidas. Pero lo dejamos ir, como si así hubiera tenido que ser. No le reprochamos nada. Debía hacerlo, simplemente, no estar, uno después de todo también se iba a tener que ir algún día, y si no lo hacía de cualquier manera moriría y esa es otra manera de abandonar. Digamos que lo suyo al menos fue más valiente.

Nadie nunca me creyó, pero una vez creí verlo. Leía en mi cuarto, era verano, y él me saludó desde la calle, tan contento que no parecía ser él, por eso olvidé automáticamente ese sueño turbio, aunque siempre se me aparece como en una ilusión, y lo toco y es mío. Se fue, lo vimos todos. Dio varios pasos, cerró la puerta, caminó por la calle, hacía frío y tenía un saco, daba pasos y avanzaba, fue real su despedida, todos asumimos eso como cierto, pero eso no implica no estar tristes de vez en cuando. Nunca me pregunté dónde estará. Porque no puedo imaginármelo. No tiene una casa en otro lado, ni un amigo cercano que fuera a hospedarlo, ni dinero para ir a otro país, ni siquiera a otra ciudad. Tampoco intento pensarlo demasiado. Las cosas están donde deben estar, allí la familia bailando de vez en cuando, aquí yo siempre leyendo cerca de la ventana, todo en su justo orden, como debe ser. Él en otro lado, fuera de nosotros. Así es como tienen que ser las cosas, cuando uno ya agotó todas las formas de cambiarlas.
Ya no hay un lugar vacío en la mesa, ya mis sábanas no están siempre limpias. Hoy alguien se le parece, llegó a ocupar su espacio en esta casa casi vacía. Yo lo miro y se me hace un nudo en la garganta, porque estoy enamorada. Como se han ido las cosas vienen otras, antes nos importaba su ausencia, tan fantásticamente atroz, traba incipiente para la continuación de nuestras vidas, fantasma rondando en cada intento de recuperación, pero ahora hay un hombre hermoso que me mira desde el otro lado, me acaricia de noche y me deja leer hasta tarde, hay un hombre que me necesita y aparece siempre, nunca lo contrario. Hay cosas que simplemente desaparecen, yo pienso, él se fue y había alguien en la esquina, es lo más probable, a veces lo toco y no es otro, es él aunque nadie me crea, y se lo cuento al nuevo hombre y cree que es él, pero no. Vuelve a veces, porque si lo ausente lo fuera para siempre, sería muy aburrida esta vida.

4.8.10

Cuando te encuentro, te vas

Anduvo sola el resto del camino. Seguía a su paso con los ojos atentos, balanceaba las manos al compás de sus piernas. Tenía el pelo recogido, ensortijado, ahogaba una lágrima de vez en cuando y volvía al ruedo con la cabeza en alto. Faltaba un largo trecho que se vislumbraba recto y monótono, como una larga llanura en la que ni siquiera pastan las vacas, en la que no hay hombres ni mares ni poesías importantes. Encontró una piedra con la punta del pie, casi tropieza. Sonrió avergonzada, como si estuviera de sorpresa enamorada, la pateó y la piedrita avanzó medio metro rebotando y se resignó a frenar justo cuando ella dio el siguiente paso. Encontró en esa tarea, la de esperar unos instantes la inmovilidad del pequeño objeto solitario, la de empujarla con sutileza como si no quisiera romperla, un confort inesperado, como la de una mano que de prepo tomara la suya y decidiera acompañarla el resto del camino, como la de un sol cálido que nunca se alejase de su nuca. Y no era precisamente un sol lo que aparecía en su camino, más bien una sombra lenta, como si siempre estuviera a punto de llover o de atardecer o de terminar el mundo en un brusco colapso. No le prestaba demasiada atención al cielo, de cualquier forma, su vista fija en el suelo era un radar preciso del movimiento de la piedra, tanto que pasaban coches que le rozaban la falda, y vientos extraños le azotaban el pecho, y ella nunca detenía su movimiento, la piedrita obedecía a su fuerza como si entendiera hasta dónde quería hacerla llegar, no la hacía correr ni retroceder, siempre mansa a lo que su cabeza ordenaba.
Ya la noche, quizás la sensación de crepúsculo no había estado tan equivocada. Sintió ella el frío inevitable del pasaje del sol a otro plano, a otra ruta desconocida. Disfrutó de repente el vacío intenso que la esperaba al alzar la vista. Cuántos kilómetros hasta encontrar una luz, una casa solitaria, el aullido de un perro perdido o la ayuda ingenua de un conductor de camiones. La piedra permanecía y estaba, también, disfrutando de la libertad de la anulación total de imágenes, ella podía ser cualquier cosa, no ya una simple piedra que es pateada y agredida por enormes zapatos que la manejan como les da la gana, quizás un lindo sapo o una casa de muñecas, o un hombre parado en la proa de un barco. Cualquier cosa podían ser, andando solitarias en una ruta desértica. Recordó ella, en ese terrible instante de vacío en que cualquier horrible cosa puede entrar en la mente, la caída estrepitosa de su hombre en el barranco. Cesó su paso de repente. La piedra la esperó desconcertada, pero sin exigirle que siguiera caminando. Todas las rocas rasgándole las prendas, sus manos y sus piernas y sus pies desparramados como si fueran parte del mismo paisaje agrietado. Su desaparición final. La imagen dejó de pasar, como si nada más valiera la pena ser recordado. Y, como si hubiera estado loca o borracha o demente, sintió que aquel evento inesperado nunca había ocurrido. Que si bajaba por entre las rocas, no iba a encontrar más que otras, o algún animalito que huiría despavorido al verla. Nada, semejante esfuerzo no hubiera valido la pena, porque nada había pasado. Y aunque creyó haber visto rebotar aquellas piedras sobre el cuerpo de su hombre, aunque lo hubiera jurado hacía un instante, sólo estaba segura de su propia piedra pequeña. De que esta la guiaría hacia recuerdos lúcidos, concretos, no invenciones de una mente absurda y consternada. Sonrió otra vez, satisfecha. Siguió su camino sin pena ni gloria, como resignada a su condición de caminante, hasta que la piedra, sin que ella pudiera advertirlo, se desbarrancó y comenzó a rodar rápidamente por la ladera.