29.12.09

El mar nuestro.

Y un día lloramos. Lloramos tanto y juntos que se nos inundó todo: el patio, los rosales, las ventanas. Amaneció y entonces el barro y el olor a humedad fue como una hermosa bocanada de aire fresco: por fin lo habíamos hecho. Nos miramos y nos dimos un abrazo, nos quisimos así sin nada puesto, con toda la tristeza que sobraba (que no era mucha por cierto).
Todo estaba disuelto en esos mares salados que éramos también nosotros. Nuestros pasados, nuestros amores frustrados, nuestras imposibilidades, nuestras eternas soledades. Y sin embargo sólo era agua: agua que reflejaba las hojas, a lo sumo. Tibia y hermosa, suave, titubeante ante el viento. Todo era nuestra lágrima: nuestras almas llorando.
Mirá le dije, mirá lo que hemos hecho. Nos deshicimos en un montón de nada, nos entregamos sin más a nuestra propa desgracia. Me sonrió. Que tonto hablar de las cosas: mejor verlas ahí mismo, ante mis pies mojados, sobre mis pies mojados. Las cosas eran también mis pies mojados, mi nariz, mis ojos hinchados. Eran mis brazos, mis pulmones, mi vida entera. Y las podía tocar. ¡Qué cosa tan fantástica! Y hasta supe verlas, por un momento, cuando estuve solo y no supe si eran realmente mis cosas o las mías, si las de él o las de alguien más que tal vez había aparecido durante la madrugada. Yo las sentía propias, tan propias como nunca había sentido a nada en la vida. Ni siquiera las había tocado y ya las amaba con locura, las adoraba y sabía que lo iba a seguir haciendo. Por primera vez lo pude afirmar, sin ninguna duda, sin ningún miedo: ese amor iba a ser para siempre.
Ya está. Él era también mi compañero: es la tristeza lo que más se comparte. Es el abrazo y el llanto, son las horas que fueron solas alguna vez. Ya no. Nunca más estaríamos solos, me lo dijeron sus ojos, sus penas también flotando en mis dedos, en mis pies descalzos.

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