22.9.10

Venganza

Detrás de los puestos que ocupan las cosas en el mundo, hay uno adormecido y débil que todo lo deja caer. Ahí estamos nosotros: rotos por todos lados y resignados a cada quebranto como a una condena de dios. Importa poco la estación, la compañía y el intento. El tiempo, el cuerpo, la desidia cotidiana de la vida. Algo atraviesa toda condición normal del mundo para anudarnos a este lugar donde nacimos y donde vamos a morir irremediablemente. Contar, reanudar la cuenta, olvidar el resultado, volver a formularla, encontrar el número exacto para dudar automáticamente de él. Quizás pensando diferente, obtendríamos otra resolución. Pero esa diferencia no importa, porque no volveremos a intentarlo, como abandonamos cada uno de los intentos de nuestra vida. Es fácil entregarse, nos susurra la moral mirándonos desafiante, vivir en la resignación de la incertidumbre. Pero nadie sabe lo que es la falta. Nadie ocupa el lugar que no existe, que excede los límites del mundo como si en verdad fuera plano y nosotros estuviéramos al borde, justo por caernos a cada paso. Cuánto resistimos entonces, cuánto más que otros que sólo sienten el vértigo de antes de dormirse, que roncan y se quejan y aman con forma de plástico. Acá no cabe la idea, porque si alguien intentara encajarla en nuestro puesto, nosotros moriríamos. Y eso sería arriesgarnos demasiado a lo que estaríamos dejando acá, quizás (y seguramente) sólo más mugre amontonada que algún extraño juntará. Por eso no podemos entregarnos a eso, por eso vivir cada día llorando es la mejor manera de pertenecer a donde hemos nacido, más allá de nuestro amor malacostumbrado y nuestro existencialismo intrascendental. Pero cuidado, no tardaremos mucho en acercarnos, en romper con todos los puestos anteriormente determinados, y serán ustedes entonces los que caerán al abismo, y serán ferozmente devorados por tortugas mientras nosotros los reemplazamos en sus camas sin que nadie se de cuenta.

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