9.8.11

los parásitos

Los parásitos pululan entre las derrotas como los cerdos que, agonizando, buscan asirse a la menor esperanza de vida: un leve rayo de sol entre las piedras, el chillido libertario de un ave. A cada paso quizá inconsecuentemente vomitan el fulgor de las sombras: acaso no todos son un poco su pasado, y ellos la proyección de sus partes más temibles.


Para despertar sus monstruos criaron en días programados y fuera de toda sospecha, un proyecto maldito: desde el sonido que se siembra en sus adormecidas cabezas, despegar una peste que infecte todos sus preceptos, rutinas memorizadas, costumbres inconcientes y deseos impuestos. Es una brisa sutil de altísima frecuencia: un martillazo imprevisto que aprende a inspeccionar todos los rincones de las mentes, y las desgasta con una enfermedad lenta, irreversible y terminal. Se adhieren los extraños parásitos dorados, que se camuflan según el sector que se les asigne, y devoran con pasión, en principio, las superficies. Las palabras allí impuestas son blandas, dóciles como pegatinas colgando en un vidrio húmedo. Por eso infectarlas es un trabajo incluso placentero: los parásitos las succionan y las reemplazan por copias casi idénticas; sólo invierten el orden de dos letras en cada una. Las mentes más insulsas, ajobachadas ya por los años u otras intervenciones temibles, no percibirán el cambio, pero eso sólo agravará y extenderá el proceso. Resulta preferible el espasmo, la fiebre galopando que, exótica, los acechará sin tregua – algo raro perturba mi mente, no recuerdo las palabras, el sol ya no es sol para mis ojos, mi padre acaso cualquier otra cosa, un banco donde un perro quiere morir, el secreto de las abejas, todas las posibilidades eternas – y les quitará el hambre a pesar de la exigencia gritona del resto de los sistemas del organismo. Los parásitos dominan las voluntades en la primera etapa, amordazando de pies y manos sus libres conciencias, para que el resto del trabajo, más arduo físicamente, con mayor exigencia de tiempo y paciencia, resulte más sencillo en términos de enfrentamiento entre las mentes y los pequeños e invisibles invasores.



Detrás de la ya mordida superficie, que para ese momento tiene un aspecto corroído, de cueva que ya nadie visita, un juguete olvidado de un niño que alguna vez sintió curiosidad por probar sus dientes, se esconde el intocable sector de lo indecible. Las palabras no permanecen ya como membranas para proteger las ideas, sino que son las ideas mismas y por eso no poseen en verdad corporeidad alguna. Toman las formas que representan y dentro de sus límites físicos se combinan de maneras tan rebuscadas e inmediatas, que los parásitos deben unirse para planear el ataque, que únicamente es posible en conjunto, a través de una estrategia dictada, con la consideración de todas las potenciales adversidades. Por eso los más grandes atacan por los costados: ven si acaso las ideas sobre el mundo se combinan accidentalmente con las del precio del pan, de modo que se debiliten completamente y puedan ser aniquiladas sin problema. Los pequeños, en cambio, más brillosos y bellos, con su porte ancestral y elocuente, rodean los alrededores distrayendo las amenazas de las voces externas, que son las más peligrosas puesto que ingresan a la mente de un modo directo, sin filtro alguno de las nociones previas – y ahora tampoco de las palabras superficiales -. En caso de que alguna pueda penetrar sin aviso, estos parásitos preciosos se ocupan de convencerla de su idiotez, para que salga corriendo y acaso se entristezca tanto que nunca vuelva a hablar con nadie. En principio resulta difícil atrapar las ideas encasilladas puesto que desde que nacieron aprendieron la táctica para huir de las amenazas: se guardan a sí mismas, se defienden de un modo audaz, se complementan hasta formar grandes barreras que confunden, desconciertan y destruyen a los contrincantes hasta aniquilarles por completo las defensas. Los parásitos son capaces de penetrar entre sus intersticios: aquellos que dejan para que las ideas se aireen y no mueran producto de su propia asfixia. Atentos a su aparición, se camuflan, dentro de ellos, y esperan un movimiento para clavarles sus grandes colmillos en la espalda. Son tan grandes estas ideas, que su debilidad es la caída de otras tantas. Basta con asesinar tres para que todo el imperio acabe, acaso, en brazos de los diminutos seres colados sin aviso entre sus costumbres.


Una vez que los parásitos encuentran un lugar donde yacer, en sus mentes ya ensombrecidas, envueltas en polvo y telarañas, capaces de desprender cualquier cosa de cualquier parte, fabrican el principal producto con paciencia de chinos. Crean los cimientos con una larga y preciosa introducción, que distrae del objetivo y a la vez convence de que no hay otra opción que seguir leyendo. Luego, levantan grandes ladrillos de lisérgicas metáforas, argumentos creíbles, imágenes forzadas para que la mente fabrique su propio paraíso de sueños: los parásitos crean la casa donde la mente vivirá, ella elegirá cómo vivir. Acaso ha sucedido que muchas la destruyeron, cerrando fuertemente los párpados y mordiéndose los dientes. En tal caso, el eco del silencio retumba en su cabeza hasta que la voz externa, ya tan temible y nombrada, logra llenar el vacío que ellos mismos se han generado. El texto no es indestructible, parece un muro de crema que sólo momentáneamente se encuentra a punto: en el fondo de su maldad inconciente, los parásitos confían en el portador de él, en caso contrario quizás no hubieran intentado penetrar en sus más oscuros rincones. Y las palabras que apilaron con afanosa paciencia, las hubieran utilizado en forma de discurso para convencer a miles, porque nadie mejor que ellos sabe el carácter fantásticamente efectivo del griterío agobiante.

2 comentarios:

prince Charles dijo...

no te preocupes paula, yo te dejo bañarte en mi casa.

David Cotos dijo...

que fuerte.