19.12.08

Cuatro minutos.

Es increíble cómo cuatro minutos inmensamente miserables y sucios y malditos, parte insignificante de la fosa del tiempo que con ellos se va renovando, pueden bastar y sobrar y exceder los límites de la conciencia para llenarlo a uno de lo que la eternidad no le hubiera dado nunca, besarlo de pies a cabeza, apasionarlo y entristecerlo sin darse cuenta, volverse más pesados que la misma vida, convertirse en la carga más grande e insoportable que se pudo haber sentido nunca, hacer que los esfuerzos se disuelvan en un pedacito de aire y que todo deje de estar en un lugar, de tener un nombre, de ser seguro. Y cómo uno a medida que se van disolviendo, porque en algún momento tienen que disolverse, y a pesar de haber atravesado los límites de las sensaciones, de los hallazgos y de las inseguridades, a pesar de haberse deshidratado de llanto y de haber creído que los segundos eran la representación más perfecta de la eternidad, uno en una parte de sí, escondida o enterrada o invisible, los necesita tanto que siempre los está buscando, por todas partes, en toda oportunidad, en cada caricia o en cada golpe, los necesita porque sumados a uno y sumados a lo que hay que desenpolvar en un momento, cuando ya no hay excusas rutinarias para cubrirlo, hacen que vuelva la gracia si es que alguna vez estuvo. Por eso serán cuatro, serán diez, pero no mucho más, no serán horas ni serán días, y ni hablar de meses o de años o de décadas, de eso nunca porque allí todo está horriblemente resumido y apelmazado en definiciones, serán apenas una ráfaga de tiempo porque eso es el tiempo, una ráfaga que a pesar de serlo algo toca, sobre todo cuando son cuatro minutos, ni siquiera diez, y sí tal vez meses o años o décadas, algo en algún momento tiene que tocar, porque le gusta tocar lo intacto, lo reluciente por no haberse estrenado nunca, le gusta meterse en la parte más fría y más lejana a la vista. Y a pesar del esfuerzo que se puede hacer durante días, durante meses o décadas o siglos o pequeñas eternidades para cubrirlo disimuladamente, de repente los cuatro minutos, o los diez, o esos traicioneros días o meses o décadas, lo sacan afuera de un golpe, sin pensarlo nadie, sin saberlo nadie, y a pesar de ser lo más horrible y avergonzante que a uno en sólo cuatro minutos le puede pasar, no deja de buscarlos incansablemente.

1 comentario:

Sofía dijo...

muy lindo blog che, hay gustos muy parecidos.
un saludo!