30.12.08

Tiempo de verano.

Las noches de calor no solían ser muy agradables allí, todo se volvía pegajoso e insoportable, y nunca venía el respiro que durante todo el día se esperaba. Llovía un poquito de vez en cuando, pero era tan desesperante buscar la gota entre el aire denso que no resultaba una tarea difícil rendirse ante el insomnio. Mamá decía siempre que faltaba poco para el invierno, que todo iba a ser diferente en algunos meses y que nos íbamos a acordar del calor con mucha nostalgia. Porque ella decía, siempre van a querer lo que no está. Y así no se puede. En realidad sí se podía, era la forma más natural y razonable que encontrábamos de tener una ilusión: pensar únicamente en lo que se había ido, o en lo que estaba por venir, pero nunca gozar del presente, porque el presente era como esas cosas que están tan cerca y están todo el tiempo y que ya no dan ganas ni de verlas, pudren desde el primer momento en el que uno sabe que existen. Y para qué las queríamos, para qué querer el aire que se pegaba a nuestro bracitos blandos, qué hacer con la transpiración y con el llanto de los bebés, qué hacer con que no hubiera tiempo para nada, con la falta de ganas.
Nada. Salvo dejar que a la madrugada, cuando toda la ciudad se convertía en un escalofriante silencio, los sueños poco a poco se fueran metiendo entre los poros llenos de toxinas liberadas, recorrieran la sangre y los músculos duros, besaran los pies cansados y las sonrisas borradas y con su música triste fueran haciéndonos sentir como el presente jamás lo hubiera hecho. Libres, ajenos a la tristeza de la noche, aferrados por fin a lo más sólido que teníamos, los recuerdos de otras noches, de otras pieles, del agua que nunca dejaba de caer.

1 comentario:

David dijo...

es lo que queda de un recuerdo de tu infancia??
lo sea o no... dice muchas verdades muchas